Placa honorífica

 Un día, no entendí el corre-corre que, de un momento a otro, se inició en mi casa.

Algo así solo ocurría cuando estábamos próximos a las festividades de Navidad y fin de año, fechas en que hasta los familiares más lejanos llegaban a la casa elegida para concentrarnos y vivir las celebraciones. Pero esta vez no era así, pues apenas rozábamos el mes de junio; no obstante, los parientes de más lejos iniciaron su periplo.

El ajetreo era intenso, algunos iban de aquí para allá como si alguien o algo los obligara a moverse; otros, en cambio, lo hacían 

por inercia. Era algo confuso que a mediados de año estuviéramos celebrando algún acontecimiento. Nadie contestaba mis preguntas, ¿sería que, por aún ser joven, no necesitaba saber lo que estaba ocurriendo? ¿Sería que el “Pepe” se nos casaba y estábamos preparándonos para la pachanga? ¿Sería que se comió la torta antes de la fiesta y, entonces, obligatoriamente había que casarlo para tapar el qué dirán?… no lo sabía, nadie me lo decía, lo único que sabía era que los vecinos habían querido hacer lo mismo hacía dos años con su hija pero no les salió la jugada, pues el bebé se adelantó y en vez de matrimonio festejaron bautizo.
Todos los niños estaban en el cuarto de arriba, los estaba cuidando mi prima, la “pecosa”, quien no los dejaba salir para que no estorbaran los preparativos. Yo, por mi parte, desde un rinconcito, escondido para que no me vieran, observaba algunas cosas que me dejaban más inquietudes. Alguien hablaba por celular y pedía, es más, exigía que no se demoraran, que querían terminar con todo ya… que querían que el sueño terminara y por fin despertar. Pero, ¿de qué estaban hablando? ¿Qué estaban escondiendo? ¿Había matrimonio o no?
No veía a mis padres por ninguna parte, y eso que me atreví a salir de mi escondite y recorrí toda la estancia para hablar con ellos. Estaba seguro de que muchas de mis dudas se despejarían hablando con mi mamita, pero no estaba y parecía que iba a demorar. Pensé que debía estar acostumbrado a eso, pues en varias ocasiones ella salía a visitar a sus amigas y regresaba tarde… ¡claro, eso debía ser!… Como siempre, mamita había salido, por eso no aparecía. Mi papá, ni se diga, con su afición al vóley… desde su jubilación no había fin de semana que se perdiera un buen partido de ese deporte.
Pero había algo que me tenía intrigado, no comprendía por qué, de buenas a primeras, varios amigos y conocidos también empezaron a llegar a casa. Se suponía que las fiestas eran en salones elegantes y amplios, no en una vivienda, no en nuestra casa, que era cómoda pero pequeña. Tampoco estábamos para gastos exorbitantes, con eso de que muchos de mis seres queridos habían pasado a formar parte de las estadísticas de desempleo, debíamos “guardar pan para mayo”, como decía mi abuelita.
También me disgustaron los adornos escogidos, cuyo color era rojo. Entonces entendí, no era un matrimonio, era un funeral. Ya se me había hecho rara esa imagen de Cristo crucificado que había llegado en una camioneta vieja. Pensé que era uno de los primeros obsequios para los “recién casados”, y las flores, claro, para toda ocasión sirven los arreglos florales, pero se me hacían muy tristes y melancólicos. Así que tocaba averiguar quién era el difunto y por qué el hermetismo.
¡Por fin! Vi que mi madre llegaba, le preguntaría todo a ella, ella no me negaría la información que le pidiera, pero venía hecha un mar de lágrimas, apenas podía caminar y se apoyaba en el brazo de mi padre para dar un paso. No comprendía. ¿De quién se trataba para que mi mami se encontrara en ese estado? ¿Sería mi hermano, el policía, que muchas veces se había enfrentado cara a cara con la muerte y había salido triunfante?, ¿sería que esta vez no pudo? ¿O a lo mejor era mi hermana, que hacía poco se había divorciado de su esposo, porque él le fue infiel, y no había podido superarlo? En fin, entendí que solo obtendría la respuesta a mis interrogantes viendo quién estaba en el ataúd.
Cuando ya estaba cerca de la caja, la duda me embargaba. No quería llevarme una sorpresa mayúscula. Hasta entonces solo tenía especulaciones y, aunque la curiosidad era poderosa, no me atreví a mirar. De repente, una luz resplandeciente me cegó, lo que antes era claro se me hizo borroso y alcancé a escuchar a alguien que dijo: “¡Siendo tan joven y tuvo que pasarle esto!”, a lo que otra persona añadió: “No fue su culpa, sino del imprudente que se cruzó la luz roja”.
Ya han pasado diez años y todavía no me repongo de aquel día fatídico. Mi madre ha aprendido a convivir con la pena, le hizo bastante bien el apoyo de mi padre y mis hermanos. Yo, por otro lado, no sé cómo decirle que estoy aquí, que no me he ido, que el llanto que a veces ella emana a escondidas me hace mal, porque no me permite seguir mi camino a esa luz que me llama desde el cielo. A veces me pregunto: “¿Por qué nadie hace caso a las recomendaciones que se dan? ¿Por qué no se les dice a todos que deben respetar las leyes de tránsito?”. Dicen que en esta vida hay que ser prudente, yo sí lo fui, pero de nada me sirvió. Siempre quise una placa honorífica y ahora la tengo, lástima que en vez de estar en la pared de mi casa, se encuentre en mi tumba.



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